Hoy contamos con la colaboración del escritor Francisco Tomás González Cabañas, espero que os guste.
Tal vez si no iniciático, una de los conceptos iniciáticos de la filosofía y del pensamiento occidental, introducido por Anaximandro, es la definición de lo engendrado, lo inacabado, el principio donde surge todo lo que perecerá allí. Con el paso del tiempo y de nuestros temores o de la ambición desproporcionada para vencer la naturaleza de ese temor, aquello que no tenía un curso, lo indeterminado, trocó en lo incierto, la humanidad se alarmo y le dio connotación diabólica a lo que no maneja o no controla.
El filósofo o quién filosofa, es un dictador sin ejército o con soldados imprimibles en papel, desea, intenta dominar al mundo bajo un antojo argumental, la política o el político sin embargo, intenta, más allá de tantas cosas, obtener el control sin que nunca lo obtenga del todo, el político puede ser un dictador, circunstancial, pero nunca reconocerá tal situación, que pretende, en lo subyacente ese dominio real, el filósofo sin embargo, es honesto desde el inicio, y muchas veces, en caso de pretender ser un filósofo en la política, reconocerá los límites de lo imposible, por más que sea tentador, de trasladar la fantasía filosófica de dominar todo en la realidad, además de su presumible preparación cultural e intelectual, pese a ello, nada garantizará un éxito en lo político, lo que sí, el filósofo tiene más elementos para hacer política, que el político para hacer filosofía, sobre todo en nuestras tierras, muy ocupado en cuestiones menores, h! asta para la política misma.
Cuentan que Alejandro Magno, en una de sus campañas, se encontró con temperaturas bajo cero y para llegar a destino, tenían que cruzar con su ejército, un río fangoso, profundo, poco amigable. Ninguno de sus hombres se animaba a dar el primer paso, para enfrentar el obstáculo. Alejandro, comienza a ingresar al río, en el medio del mismo, al ver que nadie lo sigue, se da vuelta y mirando a sus oficiales les dice ¿Os dais cuenta de las cosas que tengo que hacer, para que me tengáis respeto?
Es entendible la angustia de vivir entre la espada y la pared, es decir ante el prisma que vivimos en una sociedad donde nuestra clase dirigente, salvo contada excepciones, no posee, no ya principios, ideologías o ideas base, sí no una mísera noción de cómo pararse ante dilemas, que cada tanto aparecen, pero que nunca se pueden dejar de lado, porque vienen con nuestra historia, con nuestro ser.
La intemperie de la nada, es la sensación más fuerte y fabulosa que podemos experimentar en la experiencia de la vida, ni la mejor comida, ni el polvo más intenso, ni la mirada más pura y candorosa de un hijo le asemejan, estar frente al mundo efímero siendo plenamente consciente de ello, es como volar sin prisa ni pausa, ni horizonte ni norte, haciéndolo simplemente para fundirnos en el viaje mismo, desintegrarnos en partículas para volver al todo, al cual pertenecemos y por el que imploramos regresar.
En él mientras tanto, este que llamamos, fútilmente vida, supuestamente hacemos y dejamos de hacer muchas cosas, pero en verdad en la medida del tiempo de lo que somos íntegramente, la vida vivida es como el fractal de tiempo en que decidimos tocar el botón del control remoto para cambiar un canal, la tecla del teléfono o de la computadora, el resto, lo sustancial, ese instante eterno es cuando todo y nada sucede a la vez.
El día que dejemos de desear que la muerte nos sobrevenga como si nos sorprendiera, quizá seamos felices. Claro que tampoco podemos tener certezas acerca de sí es lo que realmente queremos, si es que realmente queremos algo que no sea volver de dónde venimos, de ese océano de sinsentido del que nos han eyectado, injusta y burdamente.
Tras el sucedo, que se festeja como hito, tememos, segundo a segundo, como implorando no dar continuidad a una cruenta pesadilla de la que no podemos y en cierto caso, por obra de la confusión, no queremos despertar. Es un temor crepitante, inacabable, por momentos irrefrenable, que cada tanto nos pone de rodillas por esa pretensión absurda por la cual clamamos no haber sido nunca, cuando no se manifiesta de forma tan contundente, permanece, agazapado, lateralizado, en potencia, a salvaguarda del acto, para en el momento menos pensado, tomarnos por asalto y enrostrarnos su condición ineluctable.
Es que en verdad nunca lo hemos disfrutado, a la estadía que nadie solicito, hemos aguardado en los peores momentos sí, hacerlo, eso que llaman esperanza, expectativa, promesas vanas de la insustancialidad del terror, de la reacción ante tanta orfandad, de vernos espeluznantemente desnudos, absortos de nuestra pequeñez, de la contradicción permanente de tras largos suplicios, aún pese a todo, continuar, con la velada idea que todo mejore, reír cierta vez sin que la risa devenga en llanto.
Por intrepidez o irreverencia, cada tanto se escucha un estertor, un suplicio, cuál cántico lacónico, de los que han bebido, supuestamente el elixir de la tan buscada felicidad, se engañan para resistir, es entendible, si hubiesen encontrado el brebaje, tras probarlo y saborearlo, no continuaría en este ámbito, pues su quintaesencia irradia la verdad contundente de que sólo se la disfruta, plenamente, por instantes que son irrepetibles, y que el pretender perpetuar o hacer de tal instante la suma para algo, simplemente reduce al enloquecimiento de no poder comunicarse más con nadie en un lenguaje coherente.
El temor que genera estas fantasías defensivas, son material en abundancia para la literatura infantil, es que la existencia misma, es básicamente relatos de hadas y princesas, de campos elíseos, de nubes suspendidas que amortiguan a seres que mantienen su peso y corporalidad.
Nos da pavor, ni siquiera afirmar, ni argumentar, tan solo pensar, por minutos prolongados, que no existe nada, absolutamente, es retornar de dónde venimos, que por algo no hemos conservador recuerdo alguno de ese no lugar, el nombre que le pongamos puede representar una terminalidad, un fin, un punto, pero ni siquiera de la cuestión nominal se trata, podríamos decir que es el ingreso a la armonía, pero no, todos sabemos que hablamos de ella y tanto miedo le tenemos que preferimos no mencionarla, no vaya a ser cosa que nos escuche y venga por sus invocadores, como en las fábulas para niños.
Temblamos al vernos en la evidencia de nuestra contradicción irresuelta de pretender lo que sabemos imposible, porque jamás lo hemos conocido, porque en tal caso ya no estaríamos para decirlo, nos sacude la molestia fortuita, de la incomodidad permanente, de sentirnos liberados de tales males y ubicar momentos de plenitud en donde tengamos la certeza de ser felices sin que ello acabe.
Comprender que habrá sido lo mismo nuestro pasó o no, aquella noche, su mirada, el roce de la piel, ese momento especial, por más que hagamos trampa y pongamos los episodios de dolor, que afán por permanecer en la espera del suceso que nunca acaece.
En esa mismidad, irrumpe, la pretensión infantil de ponerle moraleja, el punto final, es la devolución o repetición a los que estamos condenados y es tan fuerte e imposible de evadir, que ni los que escribimos podemos dejar un texto inconcluso o acabado pero no publicado, porque el solo hecho de hacerlo ya significa que lo estamos terminando y por más que no lo mostremos o no lo hagamos público, siempre alguien lo está mirando, o lo que es peor podrá hacerse dueño, cuando ya no estemos, si es que alguna vez hemos estado, sabiendo que ha valido como no ha valido la pena, el estar o no estar, pues no deja de ser una condena, que cada penitente sabrá o no como sobrellevarla, sin dejar de ser víctima de las ilusiones imposibles de intentos de fuga que dan llamar felicidad.
De allí es que en lo absurdo de nuestra incomprensión de nuestra irrefrenable búsqueda por un sentido, que nos define en nuestra contradicción, abarrotados en el sinsentido encontramos, inventamos, se nos devela, como la existencia misma por la que no hemos requerido siquiera en idea, las presencias de dios y el demonio, como tanto por azar como por necesidad, como la contracara de un artilugio que nos acompaña hasta que nos evaporamos en el polvo de la madreselva, de la tierra santa, o de los ríos que surcan infiernos.
Seguramente podrá parecer para algunos, un juego de palabras, un acertijo de intenciones o un truco de ilusionistas de los conceptos, en verdad vamos con el bisturí hasta el hueso, cavamos hasta la profundidad del núcleo y nos elevamos infinitamente, como cuando nacemos o abandonamos el mundo, como cuando nos duele algo, cuando estamos contentos, cuando comemos, cuando vamos al baño, cuando besamos, cuando lo hacemos, en esa suma de instantes de plenitud, que más luego pretendemos replicar o mantener o repetir, vanamente, es precisamente la razón de ser de nuestra finitud, de sabernos prescindibles, por más que pretendamos dejar de serlo.
Es como pretender captar, capturar o secuestrar el instante mediante una foto, contar, narrar o describir una vida, mediante una novela o una película, un divertimento menor en los tiempos del calvario cuando nos azota la certeza de sabernos enfermizamente débiles, suplicantes, originariamente creativos como para inventarnos el rededor de la vida.
Federico tenía razón, era fácil matar a dios con una frase, más no así matarlo desde el concepto, de sentir esa orfandad de que no exista nada, ni más allá ni más acá, de que tan sólo todo es un siniestro juego, ni siquiera del más fuerte, del más apto o del más vivo, tan sólo se trata del fatídico juego del más culón, del más ojetudo, o si usted lo prefiere, dado que poéticamente reside el hombre en esta tierra, del más antojadizamente visibilizado por el azar.
Pero, siempre se encuentra la vuelta, sí no, no existiría la esperanza, y para aquellos que no somos huérfanos reales, pero siempre nos hemos sentido tales, desde el amor o desde la referencia, todo se vuelve un poco más sencillo, el dolor, la injusticia, la hijoputez de la vida, es más pasable, digerible, dado que no hay a nadie a quién echarle la culpa, mucho menos poder compartir esa sensación horrible, pero que, paradójicamente, va cejando, se va desvaneciendo, como nosotros mismos, para finalmente llegar a esa nada que sencillamente debe ser grandiosa por esa razón y sensación más que nada, de nada, valga la redundancia.
El Horror al vacío u “Horror Vacuí” proviene de una antológica incertidumbre del ser humano, en tiempos del medioevo el avance de la física encontró un anatema inexpugnable y hasta ese momento impensado (naturalmente el vacío está para llenarlo de allí el problema de con qué y cómo llenar los vacíos).. Por otro, la costumbre y la supervivencia, “nos” lleva simplemente a cubrir el vacío, sea con minas en bolas, con el accidente (pedorro, agréguele el adjetivo calificativo que más prefiera o prescinda del mismo) con el chupado de la información desde esos hermosos lugares que nos hablan, entonces somos un eslabón de la cadena que reproduce cosa que no entendemos, no pensamos, no sentimos y mucho menos criticamos. Eso sí, pertenecemos, precisamente a ese eslabón, a ese sistema, al engranaje (en términos Sartreanos) logramos percibir algún ingreso, por llenar vacíos, y para llenarnos en nuestros vacíos propios, en sacar el auto cero kilómetro por ! más que no tengamos donde caernos muertos, en salir a cenar por más que nuestra heladera este vacía, en la ropa, en el celular, la zaga de llenar los vacíos continua (de continuidad).
Cubrir los mismos es una tarea harto demandante, es gráficamente la escena de la película dramática, donde la pareja está en una confitería, con mucho ruido exterior y de repente una pregunta, decisiva, clave en esa historia, de alguno de los protagonistas, cambia el audio y el silencio se adueña de la toma y el protagonista que tiene que responder lo que le preguntaron, se queda en silencio, se percibe con contundencia el vacío (seguramente nos ha pasado en la vida real) que por lo general es llenado con alguna frase insólita al estilo, hace mucho calor (las típicas para romper el hielo, o el famoso ¿de qué signo sos? Cuando se conocía a alguien en el baile) o expresiones que nos desnudan huérfanos, apichonados ante el vacío (existen muchos aforismos, ahora que son un género respetado gracias al twetter, que hablan de nuestra pequeñez ante la inmensidad de un descampado mirando al éter y la vía láctea).
Cuentan que Alejandro Magno, en una de sus campañas, se encontró con temperaturas bajo cero y para llegar a destino, tenían que cruzar con su ejército, un río fangoso, profundo, poco amigable. Ninguno de sus hombres se animaba a dar el primer paso, para enfrentar el obstáculo. Alejandro, comienza a ingresar al río, en el medio del mismo, al ver que nadie lo sigue, se da vuelta y mirando a sus oficiales les dice ¿Os dais cuenta de las cosas que tengo que hacer, para que me tengáis respeto?
Es entendible la angustia de vivir entre la espada y la pared, es decir ante el prisma que vivimos en una sociedad donde nuestra clase dirigente, salvo contada excepciones, no posee, no ya principios, ideologías o ideas base, sí no una mísera noción de cómo pararse ante dilemas, que cada tanto aparecen, pero que nunca se pueden dejar de lado, porque vienen con nuestra historia, con nuestro ser.
La intemperie de la nada, es la sensación más fuerte y fabulosa que podemos experimentar en la experiencia de la vida, ni la mejor comida, ni el polvo más intenso, ni la mirada más pura y candorosa de un hijo le asemejan, estar frente al mundo efímero siendo plenamente consciente de ello, es como volar sin prisa ni pausa, ni horizonte ni norte, haciéndolo simplemente para fundirnos en el viaje mismo, desintegrarnos en partículas para volver al todo, al cual pertenecemos y por el que imploramos regresar.
En él mientras tanto, este que llamamos, fútilmente vida, supuestamente hacemos y dejamos de hacer muchas cosas, pero en verdad en la medida del tiempo de lo que somos íntegramente, la vida vivida es como el fractal de tiempo en que decidimos tocar el botón del control remoto para cambiar un canal, la tecla del teléfono o de la computadora, el resto, lo sustancial, ese instante eterno es cuando todo y nada sucede a la vez.
El día que dejemos de desear que la muerte nos sobrevenga como si nos sorprendiera, quizá seamos felices. Claro que tampoco podemos tener certezas acerca de sí es lo que realmente queremos, si es que realmente queremos algo que no sea volver de dónde venimos, de ese océano de sinsentido del que nos han eyectado, injusta y burdamente.
Tras el sucedo, que se festeja como hito, tememos, segundo a segundo, como implorando no dar continuidad a una cruenta pesadilla de la que no podemos y en cierto caso, por obra de la confusión, no queremos despertar. Es un temor crepitante, inacabable, por momentos irrefrenable, que cada tanto nos pone de rodillas por esa pretensión absurda por la cual clamamos no haber sido nunca, cuando no se manifiesta de forma tan contundente, permanece, agazapado, lateralizado, en potencia, a salvaguarda del acto, para en el momento menos pensado, tomarnos por asalto y enrostrarnos su condición ineluctable.
Es que en verdad nunca lo hemos disfrutado, a la estadía que nadie solicito, hemos aguardado en los peores momentos sí, hacerlo, eso que llaman esperanza, expectativa, promesas vanas de la insustancialidad del terror, de la reacción ante tanta orfandad, de vernos espeluznantemente desnudos, absortos de nuestra pequeñez, de la contradicción permanente de tras largos suplicios, aún pese a todo, continuar, con la velada idea que todo mejore, reír cierta vez sin que la risa devenga en llanto.
Por intrepidez o irreverencia, cada tanto se escucha un estertor, un suplicio, cuál cántico lacónico, de los que han bebido, supuestamente el elixir de la tan buscada felicidad, se engañan para resistir, es entendible, si hubiesen encontrado el brebaje, tras probarlo y saborearlo, no continuaría en este ámbito, pues su quintaesencia irradia la verdad contundente de que sólo se la disfruta, plenamente, por instantes que son irrepetibles, y que el pretender perpetuar o hacer de tal instante la suma para algo, simplemente reduce al enloquecimiento de no poder comunicarse más con nadie en un lenguaje coherente.
El temor que genera estas fantasías defensivas, son material en abundancia para la literatura infantil, es que la existencia misma, es básicamente relatos de hadas y princesas, de campos elíseos, de nubes suspendidas que amortiguan a seres que mantienen su peso y corporalidad.
Nos da pavor, ni siquiera afirmar, ni argumentar, tan solo pensar, por minutos prolongados, que no existe nada, absolutamente, es retornar de dónde venimos, que por algo no hemos conservador recuerdo alguno de ese no lugar, el nombre que le pongamos puede representar una terminalidad, un fin, un punto, pero ni siquiera de la cuestión nominal se trata, podríamos decir que es el ingreso a la armonía, pero no, todos sabemos que hablamos de ella y tanto miedo le tenemos que preferimos no mencionarla, no vaya a ser cosa que nos escuche y venga por sus invocadores, como en las fábulas para niños.
Temblamos al vernos en la evidencia de nuestra contradicción irresuelta de pretender lo que sabemos imposible, porque jamás lo hemos conocido, porque en tal caso ya no estaríamos para decirlo, nos sacude la molestia fortuita, de la incomodidad permanente, de sentirnos liberados de tales males y ubicar momentos de plenitud en donde tengamos la certeza de ser felices sin que ello acabe.
Comprender que habrá sido lo mismo nuestro pasó o no, aquella noche, su mirada, el roce de la piel, ese momento especial, por más que hagamos trampa y pongamos los episodios de dolor, que afán por permanecer en la espera del suceso que nunca acaece.
En esa mismidad, irrumpe, la pretensión infantil de ponerle moraleja, el punto final, es la devolución o repetición a los que estamos condenados y es tan fuerte e imposible de evadir, que ni los que escribimos podemos dejar un texto inconcluso o acabado pero no publicado, porque el solo hecho de hacerlo ya significa que lo estamos terminando y por más que no lo mostremos o no lo hagamos público, siempre alguien lo está mirando, o lo que es peor podrá hacerse dueño, cuando ya no estemos, si es que alguna vez hemos estado, sabiendo que ha valido como no ha valido la pena, el estar o no estar, pues no deja de ser una condena, que cada penitente sabrá o no como sobrellevarla, sin dejar de ser víctima de las ilusiones imposibles de intentos de fuga que dan llamar felicidad.
De allí es que en lo absurdo de nuestra incomprensión de nuestra irrefrenable búsqueda por un sentido, que nos define en nuestra contradicción, abarrotados en el sinsentido encontramos, inventamos, se nos devela, como la existencia misma por la que no hemos requerido siquiera en idea, las presencias de dios y el demonio, como tanto por azar como por necesidad, como la contracara de un artilugio que nos acompaña hasta que nos evaporamos en el polvo de la madreselva, de la tierra santa, o de los ríos que surcan infiernos.
Seguramente podrá parecer para algunos, un juego de palabras, un acertijo de intenciones o un truco de ilusionistas de los conceptos, en verdad vamos con el bisturí hasta el hueso, cavamos hasta la profundidad del núcleo y nos elevamos infinitamente, como cuando nacemos o abandonamos el mundo, como cuando nos duele algo, cuando estamos contentos, cuando comemos, cuando vamos al baño, cuando besamos, cuando lo hacemos, en esa suma de instantes de plenitud, que más luego pretendemos replicar o mantener o repetir, vanamente, es precisamente la razón de ser de nuestra finitud, de sabernos prescindibles, por más que pretendamos dejar de serlo.
Es como pretender captar, capturar o secuestrar el instante mediante una foto, contar, narrar o describir una vida, mediante una novela o una película, un divertimento menor en los tiempos del calvario cuando nos azota la certeza de sabernos enfermizamente débiles, suplicantes, originariamente creativos como para inventarnos el rededor de la vida.
Federico tenía razón, era fácil matar a dios con una frase, más no así matarlo desde el concepto, de sentir esa orfandad de que no exista nada, ni más allá ni más acá, de que tan sólo todo es un siniestro juego, ni siquiera del más fuerte, del más apto o del más vivo, tan sólo se trata del fatídico juego del más culón, del más ojetudo, o si usted lo prefiere, dado que poéticamente reside el hombre en esta tierra, del más antojadizamente visibilizado por el azar.
Pero, siempre se encuentra la vuelta, sí no, no existiría la esperanza, y para aquellos que no somos huérfanos reales, pero siempre nos hemos sentido tales, desde el amor o desde la referencia, todo se vuelve un poco más sencillo, el dolor, la injusticia, la hijoputez de la vida, es más pasable, digerible, dado que no hay a nadie a quién echarle la culpa, mucho menos poder compartir esa sensación horrible, pero que, paradójicamente, va cejando, se va desvaneciendo, como nosotros mismos, para finalmente llegar a esa nada que sencillamente debe ser grandiosa por esa razón y sensación más que nada, de nada, valga la redundancia.
El Horror al vacío u “Horror Vacuí” proviene de una antológica incertidumbre del ser humano, en tiempos del medioevo el avance de la física encontró un anatema inexpugnable y hasta ese momento impensado (naturalmente el vacío está para llenarlo de allí el problema de con qué y cómo llenar los vacíos).. Por otro, la costumbre y la supervivencia, “nos” lleva simplemente a cubrir el vacío, sea con minas en bolas, con el accidente (pedorro, agréguele el adjetivo calificativo que más prefiera o prescinda del mismo) con el chupado de la información desde esos hermosos lugares que nos hablan, entonces somos un eslabón de la cadena que reproduce cosa que no entendemos, no pensamos, no sentimos y mucho menos criticamos. Eso sí, pertenecemos, precisamente a ese eslabón, a ese sistema, al engranaje (en términos Sartreanos) logramos percibir algún ingreso, por llenar vacíos, y para llenarnos en nuestros vacíos propios, en sacar el auto cero kilómetro por ! más que no tengamos donde caernos muertos, en salir a cenar por más que nuestra heladera este vacía, en la ropa, en el celular, la zaga de llenar los vacíos continua (de continuidad).
Cubrir los mismos es una tarea harto demandante, es gráficamente la escena de la película dramática, donde la pareja está en una confitería, con mucho ruido exterior y de repente una pregunta, decisiva, clave en esa historia, de alguno de los protagonistas, cambia el audio y el silencio se adueña de la toma y el protagonista que tiene que responder lo que le preguntaron, se queda en silencio, se percibe con contundencia el vacío (seguramente nos ha pasado en la vida real) que por lo general es llenado con alguna frase insólita al estilo, hace mucho calor (las típicas para romper el hielo, o el famoso ¿de qué signo sos? Cuando se conocía a alguien en el baile) o expresiones que nos desnudan huérfanos, apichonados ante el vacío (existen muchos aforismos, ahora que son un género respetado gracias al twetter, que hablan de nuestra pequeñez ante la inmensidad de un descampado mirando al éter y la vía láctea).
Lo mismo sucede, incluso es materia de análisis en literatura y en psicología del vacío, miedo, el pánico, a la hoja en blanco, en este caso específico, para transmitir una noticia o dar a conocer algo.
Sin ningún lugar a dudas, los que hemos sido afectados por el Horror al Vacío, debemos tener una predisposición genética, una carga emotiva traumática en la infancia, una maldición del destino, o todas estas cuestiones sumadas, deberíamos ser felices con lo que tenemos, con lo que nos toco, con lo que nos dice “la institucionalidad” (sea religiosa, educativa o social), el alter ego vestido de padre, de autoridad, de dirigente.
Camus tenía razón cuando definió que la filosofía trataba de discernir sí la vida valía la pena o se daba el salto al suicidio, ahora sí, si hubiese nacido en Corrientes, seguramente no lo habría establecido como posibilidad, dado que estaríamos validando el mote “de loquitos” o “librepensadores” con que gustan descalificar los esclavos del sistema, que tan tristemente se creen amos y señores, pero son unos pobres tipos, vacíos, insustanciales y dignos de compasión eucarística.
Anaximandro, vivió entre los siglos VII y VI antes de Cristo, probablemente jamás se le hubo de cruzar por la cabeza que su concepción filosófica quedaría inmortalizada por miles de años, en caso de habérsele ocurrido preguntarle esto al filósofo, seguramente hubiera contestado: To Ápeiron.
¿Como puedo colaborar en Principio Ultimo?
Sin ningún lugar a dudas, los que hemos sido afectados por el Horror al Vacío, debemos tener una predisposición genética, una carga emotiva traumática en la infancia, una maldición del destino, o todas estas cuestiones sumadas, deberíamos ser felices con lo que tenemos, con lo que nos toco, con lo que nos dice “la institucionalidad” (sea religiosa, educativa o social), el alter ego vestido de padre, de autoridad, de dirigente.
Camus tenía razón cuando definió que la filosofía trataba de discernir sí la vida valía la pena o se daba el salto al suicidio, ahora sí, si hubiese nacido en Corrientes, seguramente no lo habría establecido como posibilidad, dado que estaríamos validando el mote “de loquitos” o “librepensadores” con que gustan descalificar los esclavos del sistema, que tan tristemente se creen amos y señores, pero son unos pobres tipos, vacíos, insustanciales y dignos de compasión eucarística.
Anaximandro, vivió entre los siglos VII y VI antes de Cristo, probablemente jamás se le hubo de cruzar por la cabeza que su concepción filosófica quedaría inmortalizada por miles de años, en caso de habérsele ocurrido preguntarle esto al filósofo, seguramente hubiera contestado: To Ápeiron.
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