Aristóteles entendía que a la felicidad se llegaba por la virtud. Y a ésta la conducía la razón, para lograr el término medio. Lo de toda la vida: pensar antes de actuar te asegura que las cosas saldrán bien –o, por lo menos, ayuda-. Y por eso la “eudaimonía” se entendía como ese camino racional que conduce al bienestar. Pero llevo unos días pensando que prefiero darle una vuelta de tuerca. Con el permiso de S. y de aquellos expertos en Latín y Griego, eudaimonía viene de “eu”, bueno, y “daimon”, pequeño dios, pequeña fuerza mágica, podría decirse. Entonces, ciñéndonos a la letra, la felicidad es una especie de dios bueno –algo así como lo que cantaban los Eurythmics, “There must be an angel”-. Pero si seguimos dándole juego a la palabra “daimon”, es de la que deriva nuestro actual “demonio”, en cuanto “dios menor”, y como menor, malo. Por tanto, al final, la felicidad podría venir de la mano de un demonio, bueno, pero demonio, que nos empuja a cosas más allá de las que la razón indica. O, precisamente, indicadas por la razón para ser felices. A mí me gusta más esta idea de la felicidad. Será porque es viernes.
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