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jueves, 10 de septiembre de 2015

Manual de filosofía portátil, de Juan Arnau

Artículo de Aarón Rodríguez para www.revistavisperas.com Desde aquí le agradezco la mención
Por aquel entonces los chavales mercadeaban mucho por el jaco a las afueras del Colegio y ya nos habíamos suscrito al color de la miseria. Para finales del BUP todo el mundo tenía claro que no iba a jugar en el Real Madrid ni se iba a hacer millonario. De hecho, suficiente tenían algunos con mudarse a la barra del bar que había abierto el padre en los setenta y esperar cómodamente sesenta años de muerte y cáncer de pulmón embarazando niñas aburridas, sirviendosolysombras y pagando a plazos los sesenta metros cuadrados del Piso de Protección Oficial.
Quiero decir, que yo tomé muy seriamente la decisión de dedicarme primero al cine, y después, a la filosofía entre una paliza en los lavabos y una tarde de beber kalimotxo barato a las puertas del Día del barrio, que era como el ágora para los niños heridos de Sacrosanta Transición. Y, puedo añadir, apenas fue sino una decisión esencialmente pragmática. En lo estético, el cine era la única fuente de belleza en un mundo en el que casi todas las amadas nínfulas adolescentes apenas daban para tatuarse tribales en el coxis y sacarse un módulo de esteticién. En lo ético, había leído algo de los existencialistas sin entender gran cosa, pero supuse que allí encontraría todas las respuestas. O al menos, una única respuesta: por qué vivir dolía tanto. Por qué la vida, cuando salía fuera de una de las salas del cine Canciller o del Alcalá Norte (ambos difuntos), era simplemente insoportable.
Supongo, por lo tanto, que mi búsqueda de la filosofía comienza directamente en las antípodas de la propuesta de Juan Arnau. Y sin embargo.
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Y sin embargo, al contrario que muchos colegas de profesión, creo en la necesidad de la divulgación de la filosofía. Los divulgadores filosóficos de profesión y de corazón tienen por delante un camino amargo: serán despreciados por sus colegas “especialistas” –que les acusarán, inevitablemente, de aplanar y desactivar los secretos oraculares de cada autor que toquen. Serán confinados en los márgenes del sistema académico como presencias de pensamiento non gratas. Figuras como el propio Juan Arnau –o la muy prometedora Eva Galera- han conseguido mantener la extraña sensación de descubrimiento que arropó los primeros pasos dudosos de los que nos acercamos a la filosofía desde las periferias mismas del saber, esto es, desde los barrios del mundo en los que los Otros destrozaron a pedradas nuestros pensamientos cuando éstos amenazaron con levantar el vuelo.
Hay que tener valor para remontar hacia la esencia y atreverse a ser Maestro de los Torpes, Maestro de los Don Nadie, Maestro de aquellos que viven en núcleos sociales en los que, digámoslo ya claramente, la filosofía no existe o es objeto de odio.
(Otra reflexión al hilo de esto, por cierto, sería el flagrante e inevitable antiintelectualismo de nuestras sociedades, en las que, casi como si de un ejercicio de deducción lógica se tratase, el más odiado es aquel que más ama el conocimiento puro, el conocimiento no pragmático, no empresarial, no económico, el conocimiento que no se conoce a sí mismo, y sin embargo, amenaza con poder llegar a conocerlo todo).
No hay que ceder ante el espejismo que pregonamos en nuestras clases y en nuestros artículos universitarios. Con diecisiete palos, cuando estábamos jodidos pero queríamos saber no nos leímos ni la Crítica de la razón pura ni la Fenomenología del Espíritu. Fuimos a Fernando Savater, fuimos a los compendios de textos comentados de editoriales casi marginadas, a los pequeños libros amarillos de la Editorial Cincel comprados por doscientas pelas en mercadillos de viejo, fuimos a tutorías con nuestros profesores y quizá, si tuvimos suerte, encontramos algo allí que nos tranquilizó o nos aterró lo suficiente como para ponernos en camino.
Y aquí es donde, sin duda, puedo coincidir con Arnau. La filosofía es, al mismo tiempo, la vida y camino. El que recorramos sendas diametralmente divergentes no impide que nos encontremos en el medio y nos lancemos el guiño cómplice. Un mago viajero y un profeta angustiado.
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Manual de filosofía portátil es, por lo tanto, una colección de máscaras filosóficas que Arnau dispone a lo largo de un recorrido cronológicamente inverso para hablar a partir de ellas. Se equivocará quien busque un tratado exhaustivo de temas que permita clarificar confusiones varias ante exámenes y trabajos de instituto. Hay una serie de ideas propias, muy concretas, maquilladas y sugeridas tras los nombres y las tensiones de los sospechosos habituales: De Wittgenstein a Heráclito, con las paradas habituales en Nietzsche, Kant, Hume o el tándem Platón/Aristóteles, por mencionar apenas unos pocos ejemplos. No sorprenderá a nadie por la selección de autores que pasan por la palestra –no se trata de una boutade más o menos inspirada como el Antimanual de filosofía de Onfray-, sino que muy al contrario, parecería que Arnau pretende establecer un puente accesible desde los (cada vez más reducidos) temarios obligatorios de la Filosofía escolar hasta las obras magnas de la Historia de la Filosofía a-lo-Copleston. Ha sabido aprovechar la libertad de posicionarse más allá de los lugares académicos del pensamiento filosófico de los que hablaba antes para prescindir de todo el aparataje propio del género: notas a pie de página, citas exhaustivas, miedo a la discusión salvaje con los especialistas por la precisión imposible de un concreto decir… Todo está despachado con una sonrisa cómplice. De hecho, su redacción parte más bien hacia el comentario personal, en ocasiones casi canallesco, celebrativo, tan centrado en la vida del pensador como en los frutos de su propia escritura. Arnau puede ser a la vez humilde portera de barrio, crítico inmisericorde, fan entregado, amigo íntimo, elocuente postureador, niño que proclama la desnudez del emperador, enemigo inmisericorde, saqueador de osarios y profanador de mitos. Su esfuerzo pasa no tanto por sintetizar enormes temblores del pensamiento –parece dar por sentado, lo que no deja de ser de una gran higiene mental, que el lector mínimamente interesado acabará por acudir a los textos por los que se pasea-, sino por rebuscar entre ellos aquello que pueda ser útil para su particular visión portátil de la filosofía-vida, una visión ligera y luminosa que, de manera inevitable, encuentra mejor encarnación en algunos de los autores seleccionados que en otros. Así, capítulos concretos –como los dedicados a Nietzsche o a Spinoza- brillan con luz propia y desprenden una pasión inmensa en cada uno de sus párrafos.
Más que una Historia de la Filosofía, lo que Arnau ofrece es una historia de su experiencia de la filosofía. Su destino no está tanto en las Facultades como en las baldas de las bibliotecas humildes de los extrarradios, en las habitaciones de los adolescentes soñadores que quieren pegarse el piro a toda ostia por las autopistas de la libertad, en las salas de lectura de los institutos donde entre peta y peta, alguien sabe que todo puede ser dinamitado. Si no se lee desde ese sentimiento inicial que un día nos erotizó a propósito de la filosofía, el libro resultará del todo incomprensible. Después de todo, de lo que se trata es de volver a poner el deseo encima de la mesa: deseo de conocer, deseo de darse el piro, deseo de ser portátil.

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